Aquella posada olía a madera húmeda y carcomida, a cebolla y alcohol. Una curiosa mezcla que hizo que Asuna arrugase el gesto al entrar en aquel lugar, al tiempo que se preguntaba si sería el mejor sitio que podía encontrar. Pero sabía que sí: la noche le había sorprendido en mitad de su viaje y no tenía más opción, tanto ella como su caballo necesitaban descansar como fuera.
Como ya era habitual, algunas miradas se desviaron hacia ella cuando entró: una joven sola y armada con estoque, con una voluminosa bolsa al cinto y equipada con ropa de viaje de relativa calidad. Aun en el reino de Coeli, no era común ver a las jóvenes solas viajar a caballo por el Camino Real.
Tras confirmar que iba a poder quedarse en una habitación, pidió que atendieran a su caballo y le sirvieran algo de cenar. Se dejó caer en uno de los taburetes de la posada, agradeciendo con un suspiro estar al fin en suelo firme. Llevaba varios días de viaje, apremiando cada vez más a su caballo, y todo su cuerpo comenzaba a quejarse en forma de muy variopintos dolores.
Tal y como ya había pasado otras veces, no tardó en acercarse a su mesa algún otro cliente atrevido.
—Ey, rubita, ¿cómo es que viajas sola con los tiempos que corren?
Asuna solía despedir a este tipo de hombres con algunas palabras secas y pocas ganas de hablar, pero sabía que los que la llamaban rubita nada más empezar eran especialmente insistentes. Deslizó su trenza hacia la espalda, apoyó los codos en la mesa y la barbilla en sus manos, con gesto aburrido.
—No necesito compañía.
El tipo arqueó una ceja y señaló con su jarra de vino el estoque que Asuna llevaba al cinto.
—¿Sabes usar el arma? —Ella asintió y el tipo se acercó todavía más. Le olía el aliento a ajo y vino agrio—. Lástima, yo podría enseñarte algunos trucos…
—Gracias, pero no me interesa, de verdad.
Esto, para exasperación de Asuna, provocó la risa del tipo y de los dos amigotes que le animaban desde la mesa. El resto de comensales observaba con gesto aburrido o no hacía caso, sencillamente.
—No será que… ¿eres de esas? ¿Te van más las vainas que las espadas? ¿Es eso? —dijo él, hablándole a un palmo de la cara—. Vaya cara…, tienes pinta de necesitar una buena espada, sí…
Asuna puso los ojos en blanco. «Suficiente estupidez»,pensó.
Apartó las manos de su rostro e hizo un gesto con los dedos, moviéndolos a un compás que solo sus manos sabían seguir. Sus labios, de forma instintiva, siguieron ese compás y murmuraron las palabras adecuadas. La magia fluyó por su cuerpo, provocándole un conocido hormigueo en la cabeza que se extendía por su cuerpo a cada latido.
En su mano flotaba un pequeño globo de luz, inofensivo, más útil para leer en la noche que para cualquier otra cosa. Pero suficiente para apartar a los tipos cuyo aliento olía a ajo y vino agrio, tan comunes en los caminos últimamente.
—Que las sombras me lleven…, una maga. —El tipo retrocedió y se sentó de nuevo en la mesa, sin disculpas ni más palabras, pero suficiente lejos de Asuna.
Durante los segundos que la joven maga dejó flotar el hechizo en su mano, la posada parecía haber enmudecido. La gente solía respetar a los magos. Asuna odiaba tener que recurrir a hacer aquel absurdo truco, pero hacía poco que se había dado cuenta de que para algunas personas solo aquello marcaba el límite.
Un jovencito, apenas un niño, se acercó a ella con una más que generosa ración de estofado de vidaraíz, vino y pan negro aún caliente. Asuna sospechó que la ración había sido doblemente rellenada tras su demostración de magia. Se limitó a sonreír amablemente al chico y se dispuso a cenar y disfrutar de una comida caliente. «Al fin en paz», se dijo, disfrutando de aquel guiso que sabía mucho mejor de lo esperado.
—Así que una joven caballero con espada y magia que viaja hacia el norte… ¿Hacia Tílcem, quizás?
Asuna maldijo por dentro. De verdad, solo quería cenar en paz, descansar y madrugar. Tenía que alcanzar a sus compañeros de la Orden de Asgoth lo antes posible. Tenía que poder llegar a tiempo a la batalla.
Alzó la vista y se encontró con un hombre de mirada amable y curiosa, ya entrado en años, vestido con una túnica antaño blanca y con un bordado en el pecho muy característico: un círculo dorado rodeado de ocho más pequeños, igualmente dorados. Aquel hombre era un sacerdote del Espíritu de la Luz y merecía todos los respetos de Asuna.
—Me dirijo a Aguasnegras. —Asuna atrajo con un pie un taburete de una mesa cercana—. ¿Quiere compartir el vino?
El sacerdote sonrió, aceptando la peculiar invitación. Aquella era una costumbre muy extendida entre los hombres de Coeli cuando querían agradecer o disfrutar de la compañía de un amigo o un viajero al que acaban de conocer, y Asuna la había aprendido al ser casi la única mujer de su orden. Su madre le habría reprendido por usar aquella fórmula, pero estaba segura de que su hermano Brem se estaría riendo a carcajadas. De repente, echó de menos a su hermano, maldiciendo no haber podido ir con sus compañeros a la batalla, teniéndose que escapar a escondidas para ir. En esos momentos empezó a parecerle que el guiso no estaba tan bueno.
—¿A Aguasnegras? —El sacerdote echó un vistazo rápido a la capa de Asuna y la insignia bordada en su jubón de viaje—. ¿De qué orden eres? Por tu acento sin duda vienes del sur…
—De la Orden de Asgoth —al ver que el hombre no parecía reaccionar añadió algo más—, vengo desde Cleveria.
Por un momento, Asuna pensó en revisar cuántas coronas le quedaban en la bolsa, pero en vez de eso invitó al sacerdote sin pensarlo demasiado. Avisó al chico para que trajera bebida también al sacerdote, pagándole una corona. El sacerdote aceptó la invitación al momento.
—¡Vaya sorpresa! ¡La Orden de Asgoth! He oído cosas sobre ella y curiosamente estoy escribiendo unas reflexiones acerca de la naturaleza de las órdenes de caballería. —Bebió un largo trago de vino mientras Asuna procuraba comer algo—. Tu familia debe estar realmente orgullosa, maga y caballero…
Definitivamente, Asuna dejó a un lado su plato de estofado con todavía algunos trozos de vidaraiz flotando. Mordisqueó un poco el pan negro, con el gesto ausente.
—Bueno, digamos que ahora mismo habrá una familia preocupada en Cleveria por su joven hija —respondió ella, dejando a un lado también el pan.
Acordarse de su familia y el mal trago que había pasado por todo aquel asunto había hecho que perdiera el hambre que traía del viaje.
—Las separaciones siempre duelen… —El sacerdote miró el guiso inacabado de Asuna—. ¿Te lo vas a comer? Me llamo Evan, por cierto.
Ella se lo acercó amablemente junto con el pan al tiempo que se presentaba. Evan comenzó al instante a dar buena cuenta de la cena de Asuna.
—Cuéntame, ¿cómo es que viajas sola hacia el norte, sin más miembros de tu orden? ¿O es un asunto al margen de tu orden? —Aquel hombre estaba disfrutando enormemente del plato caliente—. Perdona mi descaro, pero me encantaría escucharte.
Asuna suspiró y sonrió sin pretenderlo, recordando cómo había llegado hasta aquella posada en Tyria, a mitad de camino entre Aguasnegras y Cleveria. Se aclaró la garganta con un trago de vino y comenzó a hablar, en cierto modo contenta de poder encontrar algo de compañía después de tantos días sola.